Pronúncialas
A veces las palabras son tan cálidas que te someten sin saber siquiera quién las pronuncia o escribe. Llegan a tu oído como una brisa fresca anunciando nuevos cambios, y tal y como pasa con el viento no las puedes ver, pero las sientes. Acarician tu rostro, te besan en la nuca y enredan tu pelo entre sus dedos durante un juego interminable de interrogantes y esperanzas. Apenas rozan tus labios durante el juego más estremecedor que podrías haber imaginado y ya han desaparecido, haciendo de lo prohibido algo más atractivo todavía.
Otras veces las sientes tan cerca y tan tuyas que prácticamente las puedes tocar. Son tan familiares que las esconderías bajo las sábanas, porque te huelen al café recién hecho y a los bollos de todas las mañanas. Prácticamente te enamoras de ellas, creyendo que son ese ideal que tanto habías buscado. Pero... ¿y si se alejan?
Cuando se alejan tu sueño se inquieta y los platos resbalan entre tus dedos. Los allegros se convierten en adaggios y tus ojos se vuelven vidriosos y plomizos como las tardes de noviembre. Entonces te das cuenta de que a lo mejor no eran tan tuyas como creías. Que quizá tan sólo seas una Roxane confundida y desorientada entre las páginas de un diario ficticio hecho a tu justa medida, pero no por el autor que tu pensabas.
Y dirás Pero qué más da, tu amas el poema, no al poeta. Pero no es así, no. Porque el poema es el alma del poeta, es... es el poeta en estado puro. Y por eso mismo Cristian no pudo ser Cyrano. Porque las facciones de su alma perduraron en su poesía más hermosa. Porque su alma era la belleza en estado puro.
Retenlo. Retén mientras puedas al poeta que construya esos momentos tan especiales. Porque no, definitivamente no hay palabras que expresen la belleza del autor que las escribe.
Háblame para que yo te vea
(Séneca)