Uña y carne
No creo que Ana se sintiera con fuerzas para pegar los cristales rotos. No creo que las tenga en mucho tiempo, aunque sé que algún día alguien le prestará un buen pegamento e intentará reconstruirlos.
Allí, frente al semáforo más largo de la ciudad se sentía fuerte, pero en realidad se encontraba en el standby con menos sentido de su vida. Creía no depender de nada, de nadie. Utilizaba lo que quería cuando quería, y cuando no, lo dejaba. Siempre acompañada, acompañada y sola a la vez. Y aunque a ratos era consciente de ello, nunca se paraba a pensar de qué iba todo aquello por si volvían los fantasmas de una cafetería llena de gente, llena de nadie que supiera cómo se sentía después de perder lo que siempre había creído tener.
Empezaron a cruzar. Ana les seguía por inercia, pensando en nada, sin oír a esa multitud que la rodeaba. Se sentía inmune a todo y a todos, hasta aquel instante en que algo sostuvo su brazo y le preguntó: ¿Me has perdonado?.
Levantó la vista y le sobró toda la multitud menos una persona. Se encontró con sus dos almohadas, sus zapatillas de andar por casa y el periódico del fin de semana. Se encontró con lo único que nunca le había sobrado, a pesar de que hubiera intentado emborronarlo doscientas veces en sus cuadernos. Todo, le sobraba casi todo, menos aquello.
- Ana, dime que me has perdonado. Ana... no puedo dormir por la noche. Por favor Ana, dime algo...
Pero no podía decir nada. Sólo oía Ana, Ana, Ana. Y no había palabras para acariciar tanta alegría por compartir esos sueños y recordar esas sonrisas, esos primeros años, las carreras en la noche, los primeros chicos... todo rebotando en su mente. No tenía palabras para expresarlo, no. Sólo tuvo lágrimas al darse cuenta de que a pesar de aquella confesión ya nada volvería a ser como antes. A Irene la habían deslumbrado los focos hasta hacerle olvidar absolutamente todo lo que tenía. Nadie pudo evitar que sucediera, pero ahora ya no había marcha atrás.
Y Ana, la fuerte, la no-dependiente, la que usaba y tiraba lloró en medio de una calle llena de gente, frente a la parada del bus y a la caseta de información turística. Lloró como se llora por las cosas pequeñas y valiosas, por un viejo recuerdo en una caja de latón. Se desplomó como lo hacen los edificios mal cimentados, las casitas de madera. Había puesto mal algunos ladrillos, pero aún estaba a tiempo de volver a colocarlos.
Ahora Irene se encarga de recordárselo dos veces al año, frente a una copa stracciatella. Lo malo es que la chapuza de Irene es todavía peor que la de Ana... pero ella siempre ha sido una altruista, además de una muy buena mentirosa. El castillo de naipes de Irene se mantiene en equlibrio, pero se balancea peligrosamente.
¿Estará Ana dispuesta a sostenerlo?
Allí, frente al semáforo más largo de la ciudad se sentía fuerte, pero en realidad se encontraba en el standby con menos sentido de su vida. Creía no depender de nada, de nadie. Utilizaba lo que quería cuando quería, y cuando no, lo dejaba. Siempre acompañada, acompañada y sola a la vez. Y aunque a ratos era consciente de ello, nunca se paraba a pensar de qué iba todo aquello por si volvían los fantasmas de una cafetería llena de gente, llena de nadie que supiera cómo se sentía después de perder lo que siempre había creído tener.
Empezaron a cruzar. Ana les seguía por inercia, pensando en nada, sin oír a esa multitud que la rodeaba. Se sentía inmune a todo y a todos, hasta aquel instante en que algo sostuvo su brazo y le preguntó: ¿Me has perdonado?.
Levantó la vista y le sobró toda la multitud menos una persona. Se encontró con sus dos almohadas, sus zapatillas de andar por casa y el periódico del fin de semana. Se encontró con lo único que nunca le había sobrado, a pesar de que hubiera intentado emborronarlo doscientas veces en sus cuadernos. Todo, le sobraba casi todo, menos aquello.
- Ana, dime que me has perdonado. Ana... no puedo dormir por la noche. Por favor Ana, dime algo...
Pero no podía decir nada. Sólo oía Ana, Ana, Ana. Y no había palabras para acariciar tanta alegría por compartir esos sueños y recordar esas sonrisas, esos primeros años, las carreras en la noche, los primeros chicos... todo rebotando en su mente. No tenía palabras para expresarlo, no. Sólo tuvo lágrimas al darse cuenta de que a pesar de aquella confesión ya nada volvería a ser como antes. A Irene la habían deslumbrado los focos hasta hacerle olvidar absolutamente todo lo que tenía. Nadie pudo evitar que sucediera, pero ahora ya no había marcha atrás.
Y Ana, la fuerte, la no-dependiente, la que usaba y tiraba lloró en medio de una calle llena de gente, frente a la parada del bus y a la caseta de información turística. Lloró como se llora por las cosas pequeñas y valiosas, por un viejo recuerdo en una caja de latón. Se desplomó como lo hacen los edificios mal cimentados, las casitas de madera. Había puesto mal algunos ladrillos, pero aún estaba a tiempo de volver a colocarlos.
Ahora Irene se encarga de recordárselo dos veces al año, frente a una copa stracciatella. Lo malo es que la chapuza de Irene es todavía peor que la de Ana... pero ella siempre ha sido una altruista, además de una muy buena mentirosa. El castillo de naipes de Irene se mantiene en equlibrio, pero se balancea peligrosamente.
¿Estará Ana dispuesta a sostenerlo?
6 comentarios
Inchina -
Brianda, no te quejes que para la próxima van a poner una integral indefinida :P (joder, creo que me voy a quedar sin comentarios...)
¡Un besazo!
Por cierto: usuaria anónima, me recuerdas a alguien
Vero -
brianda -
Y respecto a la protección antispam esta q hay aquí abajo... de veras esperas q responta a cuanto son 2+2 y acierte?? :P
nando -
pd: qué absolutamente genial es la escena de la caja de recuerdos de cierta peli q tengo q revisionar pronto ;)
bikos!!
monica -
Anónimo -